Mi amigo Julio César B. anda preocupado desde hace tiempo por descubrir/definir qué sea la lealtad. Para él, hombre de empresa interesado desde siempre por el presente y el futuro de sus semejantes, la situación es, cuando menos, compleja y, según se aleja (?) la crisis, difícil de solucionar a corto plazo. El tsunami financiero/económico que nos ha golpeado, que trae causa de una profunda crisis de valores y de normas de conducta en el seno de las organizaciones, nos ha dejado a todos con el paso cambiado. Por ejemplo, muchos de los que hablan y demandan lealtad ciega, toman como referencia a los animales y se fijan en una reciente película protagonizada por Richard Gere, Siempre a tu lado, basada en la historia real -ocurrida en Japón- de Hachiko, perro fiel que, con frío, lluvia, calor o nieve, aguardó la imposible vuelta de su fallecido amo durante nueve años, cada día, en el mismo lugar y a la misma hora.Resulta complicado este asunto. En el Parlamento, por ejemplo, y con amparo en un llamado principio de lealtad al grupo, se les exige a los diputados que voten siempre siguiendo las instrucciones de su partido. No cabe la discrepancia formal. Pienses lo que fuere, debes apretar el botón que te ordenan. Si alguien saca los pies del tiesto, malo: llamada al orden y sanción al canto, olvidando que nuestros padres de la patria no están sometidos -eso dice la Constitución- a «mandato imperativo alguno». Pero, bueno, así son las cosas, y todos parecemos aceptar el juego en el que la partitocracia dicta las reglas.
¿Qué ocurre en el mundo de la empresa? No lo sé, probablemente algo parecido; aunque atisbo que, seguramente, hemos olvidado que las organizaciones, las empresas y las instituciones (integradas por hombres y mujeres, y obra al fin de personas) gozan y padecen de las mismas virtudes y defectos que adornan y acechan a los humanos.
Ahora vivimos tiempos en los que somos adictos a la envidia, a la nivelación por abajo, a la denigración, a lo zafio. Los programas de algunas televisiones son paradigma de vulgaridad. La admiración -y mucho más la veneración- se han quedado anticuadas. Como dice Steiner, estamos en la era de la irreverencia. Ser cabal parece ser privilegio de muy pocos; se imponen el fraude y el engaño, y no sólo en lo económico. La mentira se apodera de las relaciones sociales y personales, y hace «mangas y capirotes» en el mundo de los negocios y la empresa. Un panorama fruto del descreimiento generalizado, de la falta de confianza en las instituciones y de la poca ilusión por el futuro que nos aguarda a los humanos.
Confiar en el jefe, y viceversa, supone depositar en él, con buena fe, la seguridad de que todo va a ir bien: «No maquines contra el hombre que ha puesto en ti su confianza», advierte la Biblia en el libro de los Proverbios. Si confío en mi jefe pongo a su cuidado lo único que tengo: mi trabajo, mi esfuerzo y mi talento. Y si de verdad confío en mi jefe, espero y creo en él. A partir de ahí, el compromiso (cumplir la palabra dada) está claro para el jefe y también para el empleado, sin que decir lo que en conciencia deba decirse pueda, según favorezca o no, tomarse como halago o como desprecio. La lealtad es uno de los grandes bienes que debe guardar nuestro corazón, escribió Séneca. Y la lealtad también nos hace más libres y mejores profesionales.
Y, aunque en esto no sé si caben varas de medir, el compromiso va unido a la responsabilidad. El poder conlleva siempre responsabilidad, y quien más tiene y atesora (los jefes, claro), más y mejor debe hacer frente a sus compromisos.
Y, en estos tiempos, cuando el prefijo «i/in» se instala entre nosotros como valor negativo o privativo (irresponsables, ineducados, ineficaces, incumplidores, ineficientes, incapaces, impacientes, intolerantes, insaciables…), uno se acuerda de William Faulkner y del famoso discurso/reflexión (15 de mayo de 1952 en Cleveland) sobre libertades y deberes. Decía el premio nobel: «De eso hablo: la responsabilidad. No sólo el derecho, sino el deber del hombre de ser responsable, la necesidad del hombre de ser responsable si desea permanecer libre; no sólo responsable ante otro hombre y de otro hombre, sino ante sí mismo; el deber de un hombre, el individuo, cada individuo, todos los individuos, de ser responsables de las consecuencias de sus propios actos, pagar sus propias cuentas, no deberle nada a otro hombre».
En algún punto de este inmenso Universo, allá donde no alcanzamos a ver o imaginar, debe existir un lugar que imprima carácter y sirva para ungir a los que tomen conciencia de que somos seres humanos iguales a otros seres humanos; un lugar llamado lealtad donde todos deberíamos haber nacido. El maestro Benedetti decía, ojalá que así sea, que «uno siempre es de un sitio aunque recorra el mundo…».
Juan José Almagro
Fuente_Diario Responsable